A inicios del siglo XX las ciudades experimentaron una explosión en tamaño y población. Las urbes más grandes pasaron de contar de cientos de miles a millones de habitantes. Edificaciones cada vez más altas, cada vez más juntas, la ciudad se fue apretujando sobre sí. Nuevas formas de desigualdad nacieron en las crecientes urbes. Una de éstas fue la injusta distribución de la luz. La desigualdad lumínica.
La luz natural, que antaño iluminaba las calles y hogares fue opacada por la sombra de los altos edificios y las nubes de smog. En los sótanos, dos o tres pisos bajo tierra, la luz natural no encuentra su camino a quienes se ven forzados a vivir bajo el nivel del suelo. Muchas personas continúan hallando su único refugio en las desventanadas bodegas de pocas bombillas que no ayudan a despejar la oscuridad.
En 1926, el médico Ernest W. J. Hague señaló, en un artículo publicado en The Public Health Journal, las consecuencias que podría tener, en la salud, el insuficiente acceso a la luz natural en las grandes ciudades. En aquel texto, el doctor subrayó la necesidad de tomar medidas ante este problema a la vez médico y social. En una época en que se extendía el uso de la luz artificial por las ciudades del mundo, la luz natural iba en retroceso. Noventa y dos años después el problema persiste.
Corrientes arquitectónicas han procurado diseños que permitan el aprovechamiento de la luz natural, tanto para hacer más eficientes los edificios como para no privar a las personas de los beneficios de luz solar. Sin embargo, esta arquitectura rara vez ha sido pensada para aquellas personas que se amontonan en las periferias, en los hacinados espacios de los centros de las ciudades o que viven en lugares que ni siquiera fueron pensados para ser habitados. Esta arquitectura, de grandes espacios y amplios ventanales está muy alejada de la realidad ensombrecida de miles de habitantes de las inmensas urbes.
Dos casos de ausencia de luz: Nueva York y el gueto de Tambora
La desigualdad lumínica es un problema presente tanto en las grandes ciudades de los países de alto desarrollo económico como en los países del tercer mundo. Dos ejemplos son la ciudad de Nueva York –centro financiero y económico de los Estados Unidos– y el gueto de Tambora, en Yakarta, capital de Indonesia.
El costo del alquiler en la ciudad de Nueva York se encuentra entre los más caros del mundo. Los precios son tan altos –escribió Suketu Mehta en The Nation– que la mitad de los neoyorkinos gasta una tercera parte de sus ingresos en el pago del alquiler y un tercio de los metropolitanos gasta hasta la mitad de su sueldo. Como consecuencia de los altos precios miles de personas –se calculan entre 200 mil y medio millón– se han visto empujados a vivir en los sótanos, en espacios que fueron pensados para albergar objetos y no personas y que por ello carecen de ventanas. Este tipo de habitación es ilegal en Nueva York pero a la ilegalidad se opone la necesidad y –también– la avaricia de muchos rentistas. Aquellos lugares, evidentemente, no son habitables, a ellos sólo llegan a guardarse en la oscuridad los trabajadores de la ciudad.
Al otro lado del mundo, sobre la isla de Java, se encuentra el gueto de Tambora, uno de los lugares más densamente poblados del planeta. 250 mil personas habitan en un espacio de 5.48 km2, es decir, en promedio cuatro personas por metro cuadrado. La consecuencia es el extremo hacinamiento por el continuo amontonamiento, uno sobre otro, de construcciones improvisadas. Por ello, las calles se han vuelto tan estrechas que la luz del sol rara vez se cuela para llegar a nivel del suelo. En ese gueto, la pobreza les ha arrebatado a sus habitantes hasta la luz.
La continua ausencia de luz natural tiene consecuencias en la salud de las personas. La depresión es de los resultados más conocidos, pero a ésta también la acompaña una baja en las defensas del organismo, así como ausencia de energía e, incluso, algunos tipos de cáncer como consecuencia de la ausencia de vitamina D. A estos riesgos están sujetas las personas que están obligadas a vivir en sótanos o en apretujados guetos.
La iluminación artificial siempre ha estado desigualmente distribuida. Surgió primero en las principales ciudades de los países desarrollados y de ahí se ha extendido a otras partes del mundo. La luz artificial fue símbolo de progreso y desarrollo, y a la vez que ésta se extendía también fue en aumento el número de personas que en las urbes la pobreza les privó de la que es la principal fuente de vida: la luz solar.
Las posibilidades que ofrece la luz artificial no debe convertirse en paliativo para compensar la ausencia de luz natural, una luz que debe ser accesible para todos. Las zonas rurales alejadas de las ciudades en los países del tercer mundo no son los únicos sitios todavía carentes de luz artificial, en medio de las grandes y luminosas ciudades, hay puntos oscuros a los cuales no siempre llega la energía eléctrica y donde los rayos del sol se pierden en los laberintescos callejones de los guetos.
Por Hugo Fauzi