Metáfora universal de guía, los faros representan en el imaginario colectivo “una dirección a seguir”. La casa de la luz (en inglés Lighthouse) marca el límite de las inhóspitas profundidades e inicio de la seguridad del hogar, y simbolizan todo aquello otorga guía a la inteligencia y a la conducta moral. Señal de esperanza, resistencia y protección, una luz en el horizonte resguarda la promesa de miles de navegantes en búsqueda de un nuevo camino, destello que acompaña al final del camino los tormentosos movimientos de la vida. Atravesando la angustia de la eterna oscuridad, un resplandor se levanta sobre nuestras cabezas y nos alienta a seguir con vida, una presencia que reconforta el alma y evita que naufraguemos en nuestro propio destino; luz que viaja a los cuatro vientos para recordar al hombre su propia mortalidad. Firmes, en acantilados y majestuosos arrecifes, asediados por la fuerza del oleaje y envueltos entre violentas tormentas, los solitarios faros evocan un lugar de misterio y romanticismo, un espacio que invita a la serenidad y la reflexión, una torre que nos acerca al cielo y estimula la imaginación, los sueños, pero sobre todo, el deseo de salir… de viajar. El único mensaje que emite su luz es de seguridad y confianza; señal que no coacciona, que no arrastra, sólo invita y deja abierta la libertad de elegir cada quien su propio camino. Una imagen que representa a aquellas personas que “como un faro” se mantienen firmes en la tierra, seguros de que su luz será siempre ayuda para quien la necesite.
Historia de los faros
La navegación fue desde la antigüedad la forma más viable para viajar y comerciar. Por lo general la orientación se basaba en el reconocimiento diurno de accidentes naturales como ensenadas o cabos, y por la noche eran las estrellas la única luz a seguir. En los puntos más altos de las ciudades costeras se levantaban grandes columnas y esculturas como señales de ubicación, no obstante, a medida que el comercio aumentaba las marcas existentes se hicieron insuficientes, ya que las embarcaciones buscaba con frecuencia alejarse considerablemente de la costa. Para ello, se instalaron grandes hogueras en algunos puntos de fácil localización nocturna, protegidas con algún tipo de estructura para resguardarlas del temporal. Estas hogueras fueron mejorando conforme lo hacía la navegación, colocando superficies reflectoras para amplificar la luz; las señales lumínicas que mantenían al navegante bien ubicado y protegido, fueron con el tiempo revaloradas con cierto culto y respeto. Numerosas culturas rememoran la presencia de estos “fuegos” como un indicio de haber llegado finalmente a “casa”, constante referencia en la mitología Homérica, se preserva incluso registro de leyendas celtas y memoria de que los libios y los kutitas habían construido “torres de fuego” a lo largo del bajo Egipto.
“Pharos” es el nombre de la Isla Faro ubicada en la costa del puerto de Alejandría, lugar donde se erigió el faro más representativo de todos los tiempos en honor al dios egipcio del sol “Pharah” (siglo III a.C). Considerado una de las siete maravillas del mundo antiguo, con 150 m de altura esta luz parecía provenir del cielo, su base cuadrada sostenía en la parte más alta una pequeña mezquita en la que se colocaba un fuego que alumbraba, según referencias, unas 25 millas, gracias a un sistema de iluminación ideado por Arquímedes. Se mantuvo muchos siglos en funcionamiento hasta que en el siglo 13 un fuerte terremoto lo derrumbó.
Durante el Imperio Romano las pretensiones de expansión y dominio solicitaron mejoras en la circulación marítima, de modo que a lo largo de toda la costa mediterránea se erigieron colosales torres de luz de una amplia diversidad arquitectónica. Entre ellos puede citarse, en Italia, el faro de Ostia en el puerto de Roma, el faro de Mesina en Sicilia, o el faro de Capri. En Francia, la Torre de Orden cerca de Bolonia, o los faros de Marsella, en la Boca del Ródano y en Narbona. En Inglaterra, el famoso faro de Dover o el llamado “Lágrima del Diablo” en Western Heights. Fruto de sus conquistas en Asia y África son los faros de Cartago, Leptis Magna y Laodicea. Sin embargo, de todos los faros romanos, el más famoso es la Torre de Hércules en La Coruña, la cual ha sido protagonista de numerosas leyendas.
A partir del siglo XII la creciente expansión en el Norte de Europa y el Mediterráneo, aumentó la necesidad de asegurar las costas. Los faros de Falsterbo, Travemünde, Neweck, Wismar y Warnemünde son ejemplos de los faros que convertirían a las costas de Escandinavia y Alemania en las mejor iluminadas de la época, con 15 faros en el año 1600. Asimismo el auge comercial de las ciudades-estado italianas supuso la construcción de los faros de Génova, Meloria, Livorno y Venecia. El faro más representativo de esta época es el de Cordouan, en la región de Burdeos, zona de fondos bajos arenosos y plagados de rocas que arrastraban constantemente valiosas embarcaciones a la profundidad.
La verdadera iluminación costera comienza con la edad moderna impulsada por el aumento de las relaciones comerciales. Las escasas luces en los principales puertos resultaban ya insuficientes para el concurrido tráfico naval, de modo que de manera oficial se comenzó a balizar toda la costa, escollos y bajos más importantes. En nivel de iluminación, Inglaterra era el país que contaba en ese momento con más faros, seguido de las costas francesas y el resto de las colonias americanas. En la segunda mitad del siglo XIX, “la edad de oro de las señales marítimas”, se construyeron faros en mar abierto e islotes impracticables y se comenzó a innovar en sistemas de iluminación y aparatos ópticos para reforzar la luz. Este enorme impulso de construcción fue definitivo por la posibilidad de usar nuevos materiales y fuentes de energía.
Tecnología
El sistema de iluminación más utilizado desde la antigüedad era el fuego de leña, y funcionaban con grandes hogueras que había que mantener encendidas durante toda la noche. Esta situación se vio mejorada con faros equipados con lámparas de aceite (normalmente usadas en los países meridionales), cuyo reflector parabólico no se manchaba excesivamente de hollín gracias a un tubo de vidrio que envolvía la mecha y separaba la llama de la óptica. Durante la Edad media y la Edad Moderna, los faros no fueron objeto de ningún perfeccionamiento salvo en su decorado, de modo que hasta el siglo XVII, los faros no eran más que torreones en la que se encendían hogueras de madera de carbón, alquitrán o brea; aunque algunos faros disponían ya de una linterna en la que se colocaban hermosas lámparas de aceite o sistemas con mechas introducidas en sebo.
A principios del siglo XVIII aparecieron las primeras linternas metálicas que aguantaban mejor el calor de las llamas, y fue hasta 1789 que el ingeniero francés Joseph Teulère reemplazó tan imperfectos medios por lámparas compuestas por un quinqué rodeado de reflectores parabólicos de metal bruñido, idóneo para instalar un sistema de rotación mecánico o “luz giratoria”. En el siglo XIX, la iluminación de los faros dio un gran paso con la invención de las “lentes escalonadas” por parte de Agustin Fresnel, sistema que aprovecha las propiedades de refracción de la luz y produce una luz mucho más potente que la obtenida hasta entonces con espejos reflectores. La fuente de alimentación también evolucionó con el tiempo, y entre el siglo XVII y el siglo XIX varios combustibles fueron utilizados sucesivamente: del carbón se pasó a aceites de pescado, aceites minerales y vegetales (colza y oliva), mejorando también el tipo de mechas cada vez más densas. Entre 1824 y 1826, Fresnel empezó a experimentar una tecnología de iluminación para faros que utilizaba gases procedentes de la destilación de distintos productos aceitosos. A partir de esta innovación comenzó a implementarse el uso de gases producidos por la destilación del alquitrán y residuos de petróleo, el llamado gas Pintsch, pero sobre todo su versión mejorada, el gas Blau. En la misma época, el suizo Carl Auer inventó unos capillos incandescentes incombustibles que se colocaban sobre la llama para intensificar su luz.
A partir de los últimos años del siglo XIX la electricidad empezó a suministrar luz en algunos faros por medio de las “lámparas de arco eléctrico”, luz que proporciona un arco eléctrico entre dos carbones. No obstante este sistema no fue ampliamente desarrollado ya que continuó la tradición de utilizar el del vapor de petróleo. En el transcurso del siglo se establecieron por primera vez en Europa planes nacionales destinados a impulsar la construcción de faros a lo largo de los litorales, así como normativas para armonizar el sistema de señalización marítima. Se clasificaron los faros adoptando el modelo imperado en Francia, según el cual existían seis órdenes de faros en función de la distancia focal y el diámetro interior de las ópticas; la intensidad luminosa se calcula en «cárceles» equivalente a 9,74 candelas. En los años 20’, el sueco Gustaf Dalen inventó una lámpara de gas acetileno que producía destellos automáticos y podía ser giratoria gracias a la presión del gas. Este invento abrió paso a los primeros faros no vigilados, instalado también en boyas y balizas de poca intensidad.
Hasta mediados del siglo XX se generalizó el suministro eléctrico y comenzaron a utilizarse generadores de vapor y máquinas electromagnéticas. Los reguladores Serrin proporcionaban un ajuste fino de la distancia óptima entre los carbones, dando como resultado una potencia luminosa desconocidos hasta entonces; la propia estatua de la Libertad estaba dotado de una lámpara de este tipo. Los rápidos progresos de la tecnología ideaban generadores más pequeños, fiables y económicos, hasta que se instalaron las primeras lámparas de incandescencia, las cuales acabarían imponiéndose con el tiempo. Dependiendo de las necesidades, hoy en día se utilizan por lo general lámparas de incandescencia de haz sellado, que incorporan un reflector catóptrico de cuarzo y de xenón, con una intensidad luminosa casi 50 veces mayor que las lámparas de filamento. Desde los primeros cableados eléctricos, se ha pasado paulatinamente a generadores y grupos electrógenos, o en algunos casos, placas solares y conversores fotovoltáicos, y en menor medida si la luz no requiere mucha potencia, energía eólica.
La necesidad de un lenguaje universal entre los navegante convino en la reglamentación de la Luz característica, un código descriptivo que sirve para identificar en las cartas náuticas, una determinada señal luminosa de ayuda a la navegación marítima, y sirve para reconocerlas y diferenciarlas visualmente. La información que nos proporciona este sistema nos permite conocer el tipo de luz que emite una señal determinada, su color, las características del destello, el número de ellos y su ciclo o ritmo, lo cual permite diferenciarlas de otras próximas. Actualmente existen muchas organizaciones que velan por los navegantes y buscan que éstos encuentren en sus rutas la ayuda e información necesaria, contribuyendo a reducir los riesgos de accidentes, garantizando una mayor seguridad para las personas y las mercancías en el mar, protegiendo además el medio ambiente marítimo; entre ellas se encuentran la Asociación Internacional de Ayudas a la Navegación Marítima y Autoridades de Faros (AISM), la Organización Marítima Internacional (OMI), la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), y la Organización Hidrográfica Internacional (OHI).
Los modernos sistemas de navegación por satélite, como el GPS, han eliminado la utilidad de los faros, aunque para la navegación nocturna todavía permiten verificar el posicionamiento en la carta de navegación. A pesar de las travesías de la historia y la constante intempestiva del oleaje, los faros se mantienen firmes como referente universal. Aislados y silenciosos, su presencia evoca entre la niebla un halo intermitente entre romanticismo y misterio, y nos recuerda esa inmanente naturaleza de la luz que transmite seguridad y confianza; una guía para aquellos que buscan luz entre la penumbra de la vida.
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